Día 21- La Eucaristía prenda de vida eterna



ORACION INICIAL
¡Venid, oh Jesús! Hoy debéis habitar conmigo. Ignoro lo que me traerá el día de hoy: penas o alegrías, dichas pesares.
Ahora ya os doy gracias por todo lo que vuestra mano paternal se digne enviarme. ¡Bendito seáis! Pero no olvidéis, oh buen Jesús, que yo temo los sufrimientos y no me atrevo a llevar mi cruz sino sostenido por Vos.
 No quiero llorar, sino reclinado sobre vuestro divino pecho.
Venid, Jesús, mi buen Jesús.

SANTO EUCARISTICO

San Pascual Bailón



Dicen de San Pascual Bailón, uno de los grandes enamorados de la Eucaristía, que, cuando celebraban sus funerales, abrió por tres veces los ojos en el momento de la elevación de las Sagradas Especies, en señal de adoración. ¡Homenaje final a Aquel Amigo que le recibía para siempre en la Gloria!
En su juventud Pascual sentía a veces tal gozo en sus visitas íntimas a Jesús que danzaba en su honor delante del Sagrario, simulando lo del Rey David junto al Arca de la Alianza.

MEDITACION EUCARISTICA
La Eucaristía, prenda de vida eterna

- Un adelanto del Cielo.
- Participación en la Vida que nunca acaba.
- María y la Eucaristía.


I. Iesu, quem velatum nunc aspicio... Jesús, a quien ahora veo escondido, te pido que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el rostro ya descubierto, sea yo feliz con la visión de tu gloria. Amén (1).

Un día, por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre. Le distinguiremos enseguida, y Él nos reconocerá y saldrá a nuestro encuentro, después de tanta espera. Ahora le vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga y los mismos gozos... Pero le hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le adoramos, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles que le alaban sin fin en el Cielo, pues este sacramento "aúna el tiempo y la eternidad" (2).

La Sagrada Eucaristía es ya un adelanto y garantía del amor que nos aguarda; en ella "se nos da una prenda de la gloria futura" (3). Nos da fuerzas y consuelo, nos mantiene vivo el recuerdo de Jesús, es el viático, las "viandas" necesarias para recorrer el camino, que en ocasiones puede hacerse cuesta arriba. "Al anunciar la Iglesia en la celebración eucarística la muerte del Señor, proclama también su venida. Anuncio que va dirigido al mundo y a sus propios hijos, es decir, a sí misma" (4). Nos recuerda que nuestros cuerpos, recibiendo este sacramento, "no son ya corruptibles, sino que pose en la esperanza de la resurrección para siempre" (5). El Señor lo reveló claramente en la sinagoga de Cafarnaún: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día (6).

Jesús, a quien ahora vemos oculto -Iesu quem velatum nunc aspicio...-, no ha querido esperar el encuentro definitivo, que tendrá lugar después de la jornada de trabajos aquí en la tierra, para unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en el Santísimo Sacramento, nos hace entrever lo que será la posesión en el Cielo. En el Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier momento en que queramos visitarle. "Allí está como detrás de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías (Cant 2, 9). Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros" (7).


II. El Señor nos enseña con frecuencia en el Evangelio que muchas cosas que nosotros consideramos reales y definitivas son como imágenes y copias de las que nos aguardan en el Cielo. Cristo es la verdadera realidad, y el Cielo es la Vida auténtica y definitiva; la felicidad eterna, la que realmente tiene contenido, a cuya sombra la de esta vida no es sino un mal sueño. Cuando el Señor nos dice: El que come de este pan vivirá para siempre (8), nos habla del Alimento por excelencia y de la Vida que nunca acaba y que es la plenitud del existir. Para agradecer de todo corazón el inmenso regalo de Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, pensemos que se nos da ya como Vida definitiva, como anticipo de la que tendremos un día para siempre en la eternidad; ante esta consideración, "todo el clamor y el estrépito de las calles, todas las grandes fábricas que dominan nuestros paisajes -escribe R. Knox-, son sólo ecos y sombras si pensamos por un momento en ellas a la luz de la eternidad; la realidad está aquí, está encima del altar, en esa parte del mismo que nuestros ojos no pueden ver ni nuestros sentidos distinguir.

El epitafio colocado en la tumba del Cardenal Newman debería ser el de todo católico -afirma este autor inglés-: Ex umbris et imaginibus in veritatem, desde las sombras y las apariencias hacia la verdad. Cuando la muerte nos lleve a otro mundo, el efecto no será el de una persona que se duerme y tiene sueños, sino el de una persona que se despierta de un sueño a la plena luz del día. En este mundo estamos tan rodeados por las cosas de los sentidos, que las tomamos por la realidad absoluta. Pero algunas veces tenemos un destello que corrige esta perspectiva errónea. Y, sobre todo, cuando vemos al Santísimo Sacramento entronizado, debemos mirar a ese disco blanco que brilla en la Custodia como si fuera una ventana a través de la cual, por un momento, llega hasta aquí la luz del otro mundo" (9), el que contiene toda plenitud.

Cuando contemplamos la Sagrada Forma en el altar o en la Custodia, vemos a Cristo mismo que nos anima y alienta a vivir en la tierra con la mirada en los Cielos, en Él mismo, a quien veremos glorioso, rodeado de los ángeles y de los santos. Aquí en la tierra es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (10). Ese alivio personal y profundo, que es la única medicina verdadera de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar -al menos como participación y pregustación- en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística (11). No dejemos de recibirle como merece.


III. Muy próxima a Jesús encontramos siempre a Nuestra Señora: en el Cielo y aquí en la tierra, en la Sagrada Eucaristía. Los Hechos de los Apóstoles nos señalan que después de la Ascensión de Jesús al Cielo, María se encuentra junto a los Apóstoles, unida a ellos -ejerciendo ya su oficio como Madre de la Iglesia- en la oración y en la fracción del pan (12), "comulgando en medio de los fieles con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su propio Hijo (...). María reconocía en el Cristo de la Misa y de sus comuniones eucarísticas al Cristo de todos los misterios de la Redención. ¿Qué mirada humana osaría medir la profundidad de la intimidad en que el alma de la Madre y la del Hijo se volvían a encontrar en la Eucaristía?" (13). ¿Cómo sería la Comunión de Nuestra Señora mientras permaneció aquí en la tierra?

Después de su Asunción a los Cielos, María contempla cara a cara, de nuevo, a Jesús glorioso, está íntimamente unida a Él, y en Él conoce todo el plan redentor, en el centro del cual se hallan la Encarnación y su Maternidad divina. En torno a Él, en el Cielo y en la tierra, los ángeles y los santos le alaban sin cesar. María, más que todos juntos, ama y adora a su Hijo realmente presente en el Cielo y en la Eucaristía, y nos enseña a tener en nosotros los mismos sentimientos que Ella tuvo en Nazaret, en Belén, en el Calvario, en el Cenáculo; nos anima a tratarle con el amor con el que Ella adora a su Hijo en el Cielo y en el Sacramento del Altar (14).

Mirando esta inmensa piedad de Nuestra Señora, podemos nosotros repetir: Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre... La Virgen Santísima, cerca siempre de su Hijo, nos alienta y nos enseña a recibirle, a visitarle, a tenerle como centro de nuestro día, al que dirigimos frecuentemente nuestros pensamientos, al que acudimos en las necesidades. En el Cielo, muy cerca de Jesús, veremos a María y, junto a Ella, a nuestro Padre y Señor San José. La gloria del Cielo será, en cierto modo, la continuación del trato que aquí en la tierra tenemos con ellos.

"Muchas veces los autores medievales han comparado a María con la Nave bíblica que trae el Pan desde lejos. Realmente así es. María es la que nos trae el Pan Eucarístico; es la Mediadora; es la Madre de la vida divina que Él da a las almas. Sobre todo, a la luz de la Maternidad espiritual de María nos agrada considerar las relaciones entre María y la Eucaristía; como Madre, nos dice Ella: venid, comed el Pan que yo os he preparado, comed bastante, que os dará la vida verdadera" (15).

Es la invitación maternal que nos hace llegar en estos días en los que todavía tenemos presente la pasada festividad del Corpus et Sanguis Christi y siempre.


(1) Himno Adoro te devote.- (2) PABLO VI, Breve Apost. al Cardenal Lercaro, 16-VII-1968.- (3) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47.- (4) M. SCHMAUS, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1963, vol. VI, p. 448.- (5) SAN IRENEO, Contra las herejías, 1, 4, 18.- (6) Jn 6, 54.- (7) SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesucristo, 2.- (8) Jn 6, 58.- (9) R. A. KNOX, Sermones pastorales, p. 435.- (10) Mt 11, 28.- (11) Cfr. JUAN PABLO II, Homilía 9-VII-1980.- (12) Hech 2, 42.- (13) M. M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, pp. 139-140.- (14) Cfr. R. M. SPIAZZI, María en el misterio cristiano, p. 202.- (15) Ibídem, pp. 203-204.


ORACION FINAL



Gracias Señor, porque en la última cena partiste tu pan y vino en infinitos trozos, para saciar nuestra hambre y nuestra sed...

Gracias Señor, porque en el pan y el vino nos entregas tu vida y nos llenas de tu presencia.

Gracias Señor, porque nos amastes hasta el final, hasta el extremo que se puede amar: morir por otro, dar la vida por otro.

Gracias Señor, porque quisistes celebrar tu entrega, en torno a una mesa con tus amigos, para que fuesen una comunidad de amor.

Gracias Señor, porque en la eucaristía nos haces UNO contigo, nos unes a tu vida, en la medida en que estamos dispuestos a entregar la nuestra...

Gracias, Señor, porque todo el día puede ser una preparación para celebrar y compartir la eucaristía...

Gracias, Señor, porque todos los días puedo volver a empezar..., y continuar mi camino de fraternidad con mis hermanos, y mi camino de transformación en ti...

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